Un día, una mujer gitana me abordó en la puerta de la Catedral, tendiendo romero con una sonrisa suave y una mirada feroz.
Aun no sé muy bien porqué me detuve a cogerlo. Había hecho incontables veces ese camino con las manos vacías y, sin embargo, cuando las dos cargaban bolsas, me detuve.
Tenía un pico de oro que conocía halagos universales que te hacían sentir única.
Primero tomó mi mano derecha y, mientras recorría las líneas con dedos ágiles que apenas permanecían quietos un segundo, me relató la historia de mi vida. Desde la infancia feliz hasta el duro presente, pasando por todos los puntos que hecho de mí quien era hoy.
"Has perdido a una persona muy importante para ti, has sufrido mucho por amor...", una pausa, ella que había estado observando mi palma todo este tiempo de repente alzó la mirada buscando la mía.
"Ay, cariño, has llorado mucho, ¿verdad?" Yo apenas pude ocultar la sonrisa sarcástica.
Asentí.
Sus ojos azules parecían derretirse por momentos mientras proseguía, sin romper el contacto visual ahora: "te han hecho mucho daño y eso te ha afectado mucho. Estás en un mal momento de tu vida ahora mismo, ¿verdad?" Preguntaba sin esperar afirmación y eso me fascinaba. Su ritmo frenético, la seguridad de su voz, la confianza en sus palabras,... había conseguido atraparme. Sus ojos parecían haberse inundado de algo que casi parecía compasión.
"Pero eres fuerte y te recuperarás de esto también. Eres una persona tímida, soñadora, muy leal, que aprecia a su familia y cuida de sus amigos, aunque también muy solitaria. Dame la otra mano." Ordena, aunque ya me la ha tomado ella.
Comienza otro viaje por las líneas gemelas.
"Tendrás éxito en tu trabajo, te veo casada, con dos hijos,..." Me sonrío a mí misma porque, qué casualidad, siempre he respondido que tener dos estaría bien. "... vas a ser feliz, hija mía."
Vuelvo de donde quiera que se haya perdido mi mente en estos diez segundos intermedios de una bofetada. Voy a ser feliz, me repito sorprendida e incrédula.
La miro, la miro de verdad. Escrutino sus ojos azules salpicados, veo ahora, de motas marrones. La fe que encuentro en ellos me asusta, siento el característico picor del inicio de las lágrimas en los míos sin quererlo.
Me coloca una rama en la mano y cierra mis dedos sobre ella.
Suave, con una delicadeza que contrasta con su rostro duro, toma mi barbilla. Con ojos de cristal recita una bendición al tiempo que dibuja una cruz en mi frente una y otra vez.
"Aunque ahora mismo tus ojos estén tristes y el corazón te pese, vas a ser feliz. Tienes una sonrisa preciosa, hija. Camina bajo la luz del Señor, porque Él te quiere y te cuida."
Y aunque había una parte de mi mente para la cual nunca he tenido mordaza que seguía susurrando malévola y pragmática que no eran más que palabras bien escogidas para encajarle a cualquiera... por una vez creí, quise creer, necesitaba creer.